LA BUFANDA HUELE A ÉL


Su bufanda está en mi cama durmiendo a mi costado, regalándome lo que queda de su perfume desde la última vez que lo vi. El único contacto indirecto que me empuja al abismo imaginario donde te acomodas en mi cuello para quedarte cerca a mí. Me aferro como chicle a un zapato al único objeto que me recuerda un asunto pendiente, tú. 

Y lo acoso con llamadas que terminan en “debo devolvértela”, y él me cuelga tan de prisa diciendo: “te la puedes quedar un tiempo más”. Y yo no la quiero, bueno si la quiero, pero quiero devolvérsela en sus manos, mi emboscada perfecta para contemplar todo su arte anatómico andante. Es una excusa tontita, pero la única que tengo para volver a verlo.

Muchas veces me he visto salvando su vida desde ángulos complicados. Será que me obsesiona la idea de ser su héroe o algún ser que él idolatre en su altar. Me muero porque se muera por mí, sin embargo mis pocas líneas conscientes en mi cabeza dibujan una salida en el otro extremo para ser capaz de huir antes de perder la guerra, pues las batallas para lograr una mirada al menos de reojo han sido muy sangrientas y he perdido varias. Para llamar su atención, mi artillería pesada se limita a juegos de palabras con "doble sentido" para que sospeche y no sospeche, porque si sospecha y sonríe entonces funciona, pero si no sospecha quedo yo libre de sospechas.

Su bufanda acompaña como un hongo a mi cama al borde de mi almohada haciéndome compañía cada vez que la música toca toda la noche como narcótica eficiente, mientras que una procesión de devotos bostezos impone el sueño y dentro de ellos tú presencia.  Entonces amanezco con la bufanda enredada en mis brazos como mi tenencia más valiosa en la tierra, lo más cercano a tenerlo conmigo. 

Es mi amigo, me gusta, pero no puede ser mío.

El otro día lo llamé, para recordarle que tiene en abandono su memoria, que venga a buscarme, o al menos a su bufanda. El otro día le escribí por mensaje, en ninguna ocasión contesto y cuando me sobo los ojos de tanto perder la mirada le veo, pero al mismo tiempo se desvanecía su imagen como el aliento congelado en un día de lluvia.  

Parece un quirófano mi cabeza, esperando que la escala de líneas cardíacas termine en horizontal. Siento que necesito un trasplante de pensamientos libres de su olor, de su mirada felina que maúlla en mis tejados y de toda escena en la que hablamos de la vida bohemia descaradamente haciendo mofa de nuestro mundo lleno de modales estúpidos.

La bufanda ya no me es suficiente. Necesito un bisturí para cortar y extraer este apéndice llamado “él”, porque aunque no se note me hace daño por dentro.  

Donde están los cirujanos, que dejan morir a pacientes con muertes cerebrales, sin duda mi cerebro caducó hace unas semanas. Causa de la muerte: inhala profunda de tejidos con olor a alguien. El cuerpo del delito: la bufanda.

En verdad que han pasado días, pero parecen meses. Ya no le queda ni una sola onza de olor a la bufanda, aun así la uso porque es como salir contigo de la mano. Me he convertido en un ridículo, o en un soñador. 

¡Que me quiten todo menos su bufanda! Dirían por ahí algunos sabios de algún siglo pasado.

¡Dónde está mi vista!? Sigo invidente ante tanta negación. Creo que he perdido los conceptos básicos de la educación, ya no sé leer las señales obvias. Ya no sé deletrear mi impaciencia. Soy el eterno paciente que espera una donación, que jamás llega.

Seguramente mis amigos al leer este manifiesto, estarán mordiéndose la lengua para no decir de quien hablo, pero saben que si lo hacen los mataría sin remordimiento alguno. Otros estarán preguntándose de quien rayos hablo. Ni lo intenten jamás lo imaginarán.

La bufanda la tengo puesta ahorita, y sigue en busca de su amo y su cuello desde hace años.  Aunque nadie más lo note mi nariz de sabueso no se equivoca, aun queda atómicas piscas de su olor a ayer, cuando me la prestó  diciéndome, “luego me la devuelves”. Y esas cuatro palabras las rezo todas las noches, esperando el día siguiente y poder finalmente decir “aquí esta”, y robarle un beso para luego salir huyendo.

Quizá me la quede para la eternidad y se convierta en mi mortaja; o tal vez en breves instantes como invocándole me llame para pedírmela y tendré que devolverla. 

Al final le pediría la bufanda prestada nuevamente, pero antes que la impregne de su olor. 


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