SOLO EN CASA
Solo en casa, el sueño de todo joven. Quedarse solo y sin medidas. Sin reglas que seguir ni crear. Sacándole la vuelta a la mañana, mandando por un tubo al inquieto despertador haciendo tic tac sin permiso. Solo, fumando dos o tres cigarros, o toda la cajetilla llena de cáncer benigno si se trata de pensar. Me quejaba toda la temporada de una casa sobrepoblada, pero ahora con este déficit familiar, la música puede alcanzar toda su magnitud y romper no solo mis oídos sino también los del vecino.
Sin nada más que unas galletas con mermeladas, mis amigos Rafaela y Eleazar estuvieron toda la corta noche filosofando con lo indescifrable de mi mente y cuando no se daban cuenta mis nervios hacían de las suyas. Poco después se marcharon por donde vinieron, el cerrojo hizo bulla al golpearse con la puerta que se cerraba tras sus espaldas; yo, por mi lado, bailaba con la escoba borrando evidencia de su visita. La televisión se oscureció tras un botón, conecté la música y se apoderó de la habitación.
Mis dedos se entrelazaban haciendo sonar los huesos uno con otro los nudillos. Subí las escaleras dejando las luces apagadas, el jardín estaba con la puerta cerrada y la mampara acaramelada. Las escaleras parecían infinitas, pues mi paso glaciar me tumbaba a la cama. La música seguía haciendo de las suyas y yo no tenía problemas con eso. Las cortinas se elevaban de su paciente reposo por culpa de la ventana abierta, y si la noche estaba furiosa los adornos sensibles al viento cedían ante la gravedad contra el piso. El sube y baja de mi garganta impedía el paso del agua, mientras leía las revistas al lado de mi cama.
Mis manos se congelaban y ni que decir de mis pies, dos cubitos sobre la sábana recién lavada. Me envolví en la frazada de mi madre, pues la mía estaba aún en la lavandería, la empleada muy antipática me dijo que no estaría lista sino hasta el lunes por la tarde. La habitación de mi madre y mi padrastro solía ser la mía, pero hubo un tercer milagro que nació cuando mi paciencia caducó, y era necesario compartir cuartos, y pues el de ellos era el más grande. No me podía quejar, había suficiente espacio en las paredes tapizadas para pegar mis fotografías.
Mis dedos se entrelazaban haciendo sonar los huesos uno con otro los nudillos. Subí las escaleras dejando las luces apagadas, el jardín estaba con la puerta cerrada y la mampara acaramelada. Las escaleras parecían infinitas, pues mi paso glaciar me tumbaba a la cama. La música seguía haciendo de las suyas y yo no tenía problemas con eso. Las cortinas se elevaban de su paciente reposo por culpa de la ventana abierta, y si la noche estaba furiosa los adornos sensibles al viento cedían ante la gravedad contra el piso. El sube y baja de mi garganta impedía el paso del agua, mientras leía las revistas al lado de mi cama.
Mis manos se congelaban y ni que decir de mis pies, dos cubitos sobre la sábana recién lavada. Me envolví en la frazada de mi madre, pues la mía estaba aún en la lavandería, la empleada muy antipática me dijo que no estaría lista sino hasta el lunes por la tarde. La habitación de mi madre y mi padrastro solía ser la mía, pero hubo un tercer milagro que nació cuando mi paciencia caducó, y era necesario compartir cuartos, y pues el de ellos era el más grande. No me podía quejar, había suficiente espacio en las paredes tapizadas para pegar mis fotografías.
La guitarra de mi padre duerme siempre a mi costado, y la lamparita rústica siempre me regala luz en la oscuridad de mi cueva. Los enchufes todos desconectados, los libros apilados en el mueble remodelado y mis humos se perdían en el ambiente sobre la alfombra. Tenía mucho frío, mi nariz se quejaba de mi falta de cariño, y el golpe de las 3 am cayo a mis ojos irremediablemente.
Al principio me sentí como un oso invernando, imperturbable; el tic tac seguía su ritmo y los grillos coreaban la noche. Mis pasos se escucharon en la cocina, la sed coqueta de mi lengua en la madrugada debía ser calmada, minutos después volví a pararme por esa mi manía de ir al baño a oscuras solo por unas onzas sobrantes en mi ser. Mi mamá se encorajina siempre de mis pies descalzos sobre el parquet de la sala y peor aún, sobre la mayólica de la cocina.
- ¡Vas a resfriarte y no tengo plata para el doctor! – dice casi gritando cada vez que me escucha en esos rituales.
Aquella noche ella no estaba en casa, nadie; sólo yo. Luego del baño regresé a mi cama desplomándome sobre ella, jugando con mi almohada y contando ovejas, el sueño había renunciado a mi jerarquía sobre él. Podía ver los ácaros volar, la luz de luna se colaba en el espacio entre la pared y la ventana, la puerta estaba casi abierta para que transite el aire. La cama de mi hermano disfrutaba la ausencia de él, y sus caballitos de madera todos vigilaban mi pernoctar. Eran casi las tres y media de la madrugada.
Vertiginosamente me despojé de la pesada frazada que ya empezaba a llevarse bien con mi cuerpo y corrí a la cocina. ¡Esos pasos no eran míos! y la lavadora automática ya se había apagado, entonces ¿Que ocurría? Nunca en mi vida había sentido miedo por los fantasmas, es mas creo inquebrantablemente en el embuste de su existencia. La gente siempre tiende a cubrir su conciencia creando historias inverosímiles y carentes de sentido común; mi prima vio a la abuela en la ducha una vez, y el tío Ignacio juro haber hablado con su hermana, la tía Antonieta; yo disfrazaba mi contrariedad con los oídos atentos y la boca abierta para dar fe a sus relatos. Era un niño difícil de estafar, y sí, tengo miedo, pero a los seres vivos, ellos sí que pueden herirte sin necesidad de una sabana con dos agujeros ¿Podía temerle acaso a algo más que a mis erradas decisiones? ¿A mi mundo clandestino que cada vez cuesta más mantener velado? ¿Acaso esos sinsabores que se convierten en tragos amargos pueden ser menos desafiantes?
Quizá llegaron antes de tiempo los habitantes de mi casa ¿El viaje se había extinguido? No era hasta el lunes por la noche que esperaba la invasión genealógica. Me calcé las pantuflas azules que mamá compró hace solo un par de días, cogí el bate de beisbol que se había convertido en un recaudador de polvo en el armario, y sigiloso avancé bajo el techo apagado.
El frio hacia música a mis dientes y mi garganta se hizo un nudo indeseable. La cocina proyectaba desde el pasillo una sombra balanceándose; mi papá de cuclillas sobre la mecedera de rafia se hallaba cantando la canción que había compuesto a mi madre tiempo atrás, el frío siguió escalando por mis recovecos, yo estaba conmocionado, mi mirada era perdida e inexplicable, el bate se desentendió de mis dedos y cayó sobre mis pies esperando el grito de mi boca estupefacta. Qué podía decir en ese momento, no escuchaba la voz de mi papá desde que su cuerpo fue puesto bajo el epitafio de su lápida.
El frio hacia música a mis dientes y mi garganta se hizo un nudo indeseable. La cocina proyectaba desde el pasillo una sombra balanceándose; mi papá de cuclillas sobre la mecedera de rafia se hallaba cantando la canción que había compuesto a mi madre tiempo atrás, el frío siguió escalando por mis recovecos, yo estaba conmocionado, mi mirada era perdida e inexplicable, el bate se desentendió de mis dedos y cayó sobre mis pies esperando el grito de mi boca estupefacta. Qué podía decir en ese momento, no escuchaba la voz de mi papá desde que su cuerpo fue puesto bajo el epitafio de su lápida.
Por Carlos Gerzon
Instagram: @elchicodelbusblog
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