LAS VOCES DE LAS FLORES



Mientras el viento hacia lo suyo con las hojas secas levitando encima del asfalto, yo pateaba la misma lata desde hace ocho cuadras atrás. Mi cabeza estaba en algún lugar de la galaxia mientras cada claxon de los taxis amarillos le ponía gravedad a mi mente y regresaba a la realidad. 

La gente caminaba pensando en cosas serias y monótonas. Yo creía que todo era una niebla con paisajes que dibujan formas en el espacio y parecía yo un barco velero cargado de ciegos que no veían tierra.

Todos los días tienen la misma canción. Todas las voces corean el mismo vaivén de órdenes, gritos y murmullos; mis oídos de repuesto ya se gastaron. Cada hora que se atreve a dar un paso en falso, es un latido menos en mis ganas de persistir. He releído mi historia como un comic book, y no me da gracia. Cada onomatopeya es el golpe que recibe mi juicio por poseer una mente tan pusilánime. Una cobardía  justificada diría yo. 

No pretendo salir heroico de mis quejas y observaciones, podría ahora mismo mentir, decir que estoy bien y que puedo hacerlo. Qué no le temo a nada, por más que me espante por dentro. Pero a la redonda no hay orejas misericordiosas, lo único que me rodea son gestos indiferentes, caras frías y caras inocentes. El culpable de esa indiferencia es el campo eléctrico que puse a mí alrededor a prueba de curiosos.

Por eso cada vez que sale el sol, lo pinto de azul. En mi desayuno subo un ratito a la vía láctea por queso y algo de leche fresca de las vacas astronautas y lavo mi cara en el estanque mágico gobernado por el patito feo. Por eso cada vez que atardece, hago que la luna se embarre de yemas de huevo y por unas horas pretenda ser el sol y siga depositando rayos afectuosos a mi hábitat natural. 

Cada vez que escucho la voz iracunda de mi madre, azoto la puerta mientras me encierro con ella afuera. Y si mis hermanos están a la orden del día, me imagino una balsa y remo hacia mi aislamiento.

Canto en voz alta, porque solo en las películas hay soundtracks que alegran las escenas. Escribo hasta que se me acalambren los dedos para darle un respiro a los lapiceros de la universidad. Y cada sábado lo convierto en mí domingo religioso donde no falto a mi comunión con la resaca, donde opto por el placer de verme desde fuera de mí bailando hasta que todo el sudor existente en mi cuerpo salga. Llego a mi casa casi escalando porque mis piernas renunciaron a su labor de transportarme desde que le pongo alas a mi espalda.

Recuerdo que cuando era un niño de apenas cinco años tenía todo el universo a mis pies. Mis únicos deseos en cada pastel de cumpleaños eran: nunca crecer y que mi mamá no se muera jamás.  Siempre me sentaba en el tejado esperando alguna estrella fugaz y me cumpla esos deseos donde el mundo sea un lugar disponible para ser feliz.  Yo correteaba por el patio escuchando el loro cantar y mi abuela gritar encorajinada mientras las baldosas hacían música con los  zapatos de mis primos junto a los míos, jugando a la ronda o a las escondidas. Y si mi memoria no falla, yo quería ser doctor. Quince años más tarde, la sangre me daba nauseas y desfallecía con solo verla salir por la aguja. Definitivamente no quería ser doctor, ya no. Y ahora juego con mis lecturas y exámenes de la universidad y la única música que suena en el piso es la de mi vecino que vive debajo. Ya no habían niños corriendo por todos los recovecos de la casa de la abuela. Ahora somos todos grandes y distantes.  Todo lo que alguna vez creí, se hizo mierda. Todos los cuentos de hadas dejaron de tener un final feliz, empezaron los puntos suspensivos.  Yo estaba en esa tormenta, alimentándola.  Y me dejé llevar.

Cuando intento no pensar, sigo pensando, entonces recurro al espejo y lo atravieso, me pierdo entre laberintos infinitos, ahí nadie me persigue, pero tampoco nadie me busca. En ese lugar mi humor es un molino que cambia con los vientos de mi demencia. De tanto pensar caigo en la ilógica, y el inconsciente se convierte en mi nuevo estado mental.  Ni Freud puede negar lo que la locura sana es capaz de ocasionar a las mentes tiernas que solo piensan en jugar.

Por eso permito a los estupefacientes que ingresen sin impuestos a mi organismo, para que destruyan cualquier rastro de realismo. Por eso lo único que veo son paisajes pintados por Dalí, o escucho sinfonías de Mozart. Por eso uso las metáforas, porque son más cordiales, y no tan malcriadas como la cruda verdad.  En esos momentos me convierto en poeta sin pluma, y empiezo a recitar:

“Las voces de las flores suenan bonitas en medio de palabras que carecen de realismo. Me escuchan como amigas que nunca tuve tratando de llenar de color una pared gris. Y cuando las flores dejen de hablar, y solo adornan mi jardín con olores que quiero evitar,  pues recordaría que mi mundo es cruelmente verdadero”.

No soy un tallo, ni tampoco la flor, menos los pétalos ni siquiera una hoja. Hoy soy solo una semilla hecha raíz, y cuando crezca el mundo dejará de ser lo que siempre fue para mí, puro espejismo. 



Instagram: @elchicodelbusblog 

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