EL CHICO DEL BUS Cap. #01 MIRADAS QUE HABLAN
En
las tardes menos pensadas, él tomaba el mismo bus que yo. Coincidencia que
parecía escrita, coincidencia que yo esperaba. Algunos días no había
rastro de él y mi rutina volvía a la normalidad, una vida hastiada y aburrida cuando no existían las coincidencias cada tarde en aquel
paradero de mis sueños.
Desde que lo vi las primeras veces, mis ojos siempre miraban hacia todas las esquinas, esperando que se asome, y suba al bus. Toda mi existencia, a esa hora de la tarde, sentía atracción solo con verlo en el asiento del fondo el cuál siempre ocupa.
Desde que lo vi las primeras veces, mis ojos siempre miraban hacia todas las esquinas, esperando que se asome, y suba al bus. Toda mi existencia, a esa hora de la tarde, sentía atracción solo con verlo en el asiento del fondo el cuál siempre ocupa.
Tambien habian tardes que me olvidaba del tema. Esos días
solo deseaba regresar a casa temprano, llevaba tanta prisa que no pensaba en nada
más. Subía al primer bus que encontraba y ¡Oh sorpresa! ¡Ahí estaba él! Y cuando algo llega sin que te lo esperes o sin que te lo busques #serendipity es la mejor sensación; porque mi
cuerpo indefenso comenzaba a ser invadido por un desplome de serotonina, con
altas dosis de dopamina, ambas causantes de un misterio médico: el de las
mariposas en el estómago.
No sé quién es él. Aun así, tengo todos sus
movimientos fríamente calculados; conozco su rutina. Sé que después de pagar su
boleto, saca un libro como de 500 páginas. Y sus ojos se abren de tal forma que
lanza una mirada parecida a una bala de pelotón de fusilamiento. Tiene buena
puntería. Y es precisamente lo que me atrajo en primer lugar hacia él: sus ojos. Mejor que eso: su mirada.
Tengo que detenerme aquí solo para hablar de sus
ojos. No tienen el mejor color pero poseen la mirada más interesante. No había visto
alguien con tanta potencia y penetración en una sola mirada. Es como si atacara
sin siquiera levantar un dedo. Como si hablara sin siquiera mover los labios.
No sé si son claros u oscuros, no los he visto de cerca. Solo sé que brillan
como dos luces y sus pestañas son oscuras como si tuviera dos capas de rímel.
Son pequeños pero parecen los de un lobo o algún otro depredador. O los de un
psicópata, letales. La mirada que lanza es quieta, directa y como diciendo
algo. Los entrecierra como cuando un psíquico se concentra en levantar objetos
mirando fijamente. O en doblar una cuchara. En otros momentos, su mirada es
perdida e intensa. Fuerte y con carácter. Si no fuera por esa mirada
probablemente no me hubiera interesado en él. Me gusta.
Cerca de las seis de la tarde, cuando las
jornadas laborales terminan, los viajes en transporte público suelen durar
mucho más a causa del tráfico. Yo tomo el mismo bus todas las tardes cuando el
semáforo se pone en rojo y este se detiene; las puertas se abren dando paso a
que suban esbeltas secretarias con taco aguja haciendo sonar el metal viejo que
sirve de piso. Mientras por la puerta trasera bajan caballeros en trajes de ejecutivos.
En Lima, viajar en bus es una pesadilla, lo que debería durar quince
minutos puede convertirse en media hora o más.
Las personas transitan indiferentes, estresados por
sus propios problemas, pensando en el día a día, concentrados en la pantalla de
sus móviles, ignorando lo que sucede a su alrededor. Yo no, yo soy distinto. Yo
observo a la gente. Yo leo a la gente. Me gusta detectar lo que las personas
piensan, lo que quieren; lo que son y lo que quieren ser. Es un don el que
tengo y no lo presumo muy seguido, pues considero que es una
ventaja. Aunque falla cuando más la necesito: al enamorarme.
Durante la semana, a él, lo veo al menos una
vez. A veces ni una sola vez. Inesperadamente, aquella tarde, después de nueve
días ausente, volví a encontrarlo.
Hoy volvió a subir al bus. Subió antes que yo. Estuve
nervioso, hasta casi se me caen las monedas al pagar el boleto mientras de
reojo pude verlo al fondo del bus, sentado con las piernas cruzadas con el
libro cubriendo parte de su cara. Luego de recibir el cambio, avancé cauteloso
y lento. Todos los asientos estaban ocupados, no tuve más remedio que quedarme
en pie a unas cuatro personas de distancia. Solo verlo discretamente o
disimuladamente, me ponía la piel de gallina o como si muchas hormigas caminaran
por mi piel.
El camino a casa era más interesante cuando él
estaba en el bus. Mientras unos dormían, otros conversaban. La gente busca
algo en qué entretenerse, algunos hasta llevan libros, como él. Y desde hace
tres semanas mi pasatiempo dentro del bus es mirarlo.
¿No
les ha pasado que miran a alguien, sin conocerlo, por qué creen que los está viendo? Ese viejo juego de
miradas, siempre nos tiene en suspenso, tratando de adivinar qué está pensando
la otra persona. Tratamos
de descifrar el interés detrás del acecho. Insistimos en mirar pero ¿Que tan
lejos llegamos?
Si
a ti te ha pasado lo mismo, ¿Has hecho algo para saber qué pasaría si te
atrevieras a hacer algo más que mirar? ¿Le hablarías a esa persona?
Bueno,
a mí me pasa con el chico del bus. Nos mandamos miradas.
Sé muy bien que las posibilidades de protagonizar
una comedia romántica, son pocas. Aunque para mí, involuntariamente, crear
historias en mi cabeza es como un deporte.
Han pasado nueve días sin verlo y no queria arriesgarme a que pasara más tiempo, así que hoy me decidí. Hoy no solo voy a
observarlo como las veces anteriores, además voy a llegar hasta las últimas
consecuencias. Hoy voy a descubrir quién es el chico del bus.
Empecé de reojo a ver qué hacía…
¿Saben qué hacía?
Lo encontré mirándome.
No es la primera vez que lo hace, y no es la
primera vez que empezamos esta batalla de miradas. El primer round sirve
para reconocerme e identificarlo. Somos contrincantes. Sabemos que nos miramos.
Hoy empezaremos una nueva lucha en el ring (en el bus).
Ganará aquel que logre u obligue al otro a bajar la mirada, por intimidación o lo que fuere.
Lo miré detenidamente, hasta que se dio cuenta y me
devolvió la mirada. Me puse rojo como un tomate, y bajé la mirada; segundo round a
su favor. Durante el tercer intento, se quedó quieto mirándome con el libro un
poco más abajo de sus ojos. A pesar que mí mirada iba con todo directo a la
suya, él no bajó la vista, al contrario: la enfrentó. Ninguno bajaba la mirada.
Estábamos en ese momento incómodo en que sabes que debes mirar hacia otro lado
ya que la otra persona no lo hará, pero la curiosidad es más grande y quieres
llegar más lejos…
Mi mirada no era tan depredadora como la suya.
Su cabello es lacio, esos que se lleva el viento de la ventana abierta,
como una fantasía en cámara lenta. Su piel blanca, sin necesidad de tocar, supe
que es suave y sedosa. Sus labios necesitan otra historia para hablar
de ellos. Son rosados y acolchados, perfectos y con la capacidad de crear
necesidad de ser mordidos. Tiene en la cara esa dosis de inocencia y
sensualidad que te cautiva. A pesar de la barba oscura como una selva a la
medianoche se le ve como un niño. Y en el cuello tiene un lunar de regular
tamaño, es visible cada vez que voltea a ver la calle por la ventanilla.
¡Dónde hay un traductor para descifrar lo que
quieren decir esos ojos!
Quiero saber de una vez qué quiere conmigo al
mirarme así. Necesito un app para escanear sus
pupilas y me digan en mensajes de texto sus intenciones. Porque conozco esas
miradas. He encontrado un par de esas en discotecas y bares. Todas terminan
haciendo exactamente lo que pensamos, todas terminan en besos que crean un
camino hasta la cama.
El viaje a mi casa estaba en la mitad, la gente
comenzó a bajar, el bus se veía con más espacio. El asiento a su lado se ha
desocupado. Ahora solo quedamos de pie un señor y yo. Podría sentarme a su
costado y terminar con este misterio de una vez.
Comencé a avanzar lento y pausado, con miedo. Él
tenía la mirada pegada a su libro. Había mucho ruido en la calle, pero dentro
del bus todo estaba en silencio. Se sentía la tensión en cada paso hasta su
asiento. El bus iba más rápido, el tráfico se había descongestionado.
Me pregunto ¿Cuántos años tendrá? Esa cara de
inocente tiene mirada de fuego como el que arde en los infiernos de mi
cremallera. El chico del bus no solo es lindo: es sexy. Puede curar a cualquiera
de un resfriado, elevando la temperatura. Presumo que puede engañar fácilmente
porque esos ojos tienen la capacidad de convencer a un agnóstico de que vuelva
a creer en la fe cristiana. Es la
primera vez que lo veo tan cerca, calculo que tiene 30 años, aunque parece de
menos, definitivamente está a finales de sus 20.
Me detuve a unos pocos pasos. Si tuviera las
pelotas para hacerlo me sentaría a su costado para hablarle. Sería mejor estar
demente y sentarme en sus piernas; y no le diría hola, ni le preguntaría la
hora, ni qué libro está leyendo. Trataría de oler cada pedazo de piel sobre su
cara. Siento una mezcla de ternura, curiosidad y deseo. Él como nunca, tenía su
mirada solo en el libro. Estoy seguro que sabía que yo me estaba acercando,
pero no lo demostraba. Sentí que disfrutaba mi actuación.
La ansiedad me invadió a tal punto que casi
resbalo. El bus iba muy rápido.
¿Qué puedo perder si me acerco? ¿Quiero conocerlo? ¡Si!
Por lo tanto tengo que actuar.
Quizás perder el control de mis impulsos sea la
idea más loca y buena que puede surgir cuando un chico tan interesante como él
te mira directo a los ojos sin conocerte.
Seguí avanzado, ya estaba cerca. No tengo ni idea de qué decirle cuando me siente a su lado, y el fondo del bus está a solo un paso más.
Continuará…
Captulo II : El número telefónico anotado en un boleto de bus
Por Carlos Gerzon
Para blog My Looking Glass Stories
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